domingo, 22 de febrero de 2009

LAS DIOSAS NO SABEN SONREIR (Capitulo XIII - Mi Golpe)

Mientras recuerdo estos años pasados voy por la autopista, al volante de mi coche nuevo. Necesito una especie de pausa en mi vida para ponerme en orden las ideas y además, para empezar a trabajar en mi nuevo libro. Y he decidido marcharme yo solo a la costa. A un adorable pueblecito del Norte que ya conozco, tranquilo, con buenas gentes y bellos paisajes. Atrás he dejado la ciudad, hace horas, a mis amigos, a mi familia y a mi bella desconocida. Antes de partir realicé algunas llamadas por teléfono para avisarles de mi decisión de unas minivacaciones.

- Dígame.

- Jesús, soy Theo, me voy unos días fuera, a un pueblecito de la costa.

- Estupendo chico, que envidia me das. Con gusto me iría contigo, pero el trabajo es el trabajo y en esta época del año tengo mucho y debo aprovecharlo. Si fuese en otras fechas...

- No, si yo lo que quiero es irme solo. Necesito concentrarme y empezar un nuevo libro. Tan solo te llamo para que lo sepas, que me voy.

- Que te diviertas. Ya me contarás a tu vuelta.

Mi hija me comprendió perfectamente cuando la llamé para decírselo.

- ¿Te vas a bañar en el mar?.

- No lo se, depende del clima. En esta época del año suele llover mucho por allí.

- Tráeme alguna caracola, o unas conchas de la playa. Las puedes coger mientras paseas por la playa. O algún recuerdo, bueno, lo que a ti te parezca. Me gustan las sorpresas.

- Descuida, no me olvidaré de ti.

- Y espero que sea muy bonito lo que escribas y me lo dejes leer a mi primero.

- Prometido, hija. Dila a tu madre que se ponga al teléfono un momento.

- No puede en estos momentos, está en la ducha. Si te esperas un poquito no tardará en salir.

- Déjala, no importa. Era para despedirme de ella simplemente. Cuando salga de la ducha la dices que he llamado, se lo cuentas y la das un beso.

- ¿De tu parte?.

- Si, pero no la digas que es de mi parte. Hasta la vista hija y pórtate bien.

Y Angélica tenía el día en clave de humor, como casi siempre.

- Pero mira que eres pendón. ¿Y a que pueblo dices que vas?.

- No te lo voy a decir porque quiero estar yo solo y eres capaz de ir a hacerme una visita.

- Oye, no te habrá cazado alguna cualquiera y os vais a daros la gran juerga.

- ¿Piensas eso en serio?.

- Que no, hombre, que no. Era una broma. Que poco me conoces Theo.

- Te conozco bastante bien... ¿Angélica?...

- ¿Si?.

- Te voy a echar de menos.

- Gracias, no esperaba menos de ti.

- Me debes una.

- Cuando regreses por aquí. Cuídate.

En casa no estaban mis compañeros y no aparecieron mientras estuve haciendo mi equipaje. Y les tuve que dejar una nota en el tablón de avisos. Por supuesto tampoco a ellos les dije el lugar adonde yo iba. Antes de salir de casa me lo pensé mejor y escribí en otra nota un número de teléfono por si había alguna emergencia y me tenían que localizar. Pero esta segunda nota no la puse junto a la primera. En vez de eso opté por deslizarla bajo la puerta de la habitación de Marta. Confiaba en ella.

Ya cerca de la costa tomé una pequeña desviación saliendo de la autopista que me llevaría, a través de una sinuosa carretera costera, hasta ese hermoso pueblecito. Ya era de noche cerrada y yo confiaba en encontrar a alguien despierto aún que me enseñara donde encontrar alojamiento.

- Theo, ¿Qué pretendes?.

La voz me sobresaltó tanto que a punto estuve de salirme de la carretera. A mi lado se había aparecido, de repente, mi bella desconocida.

- ¿Pero que demonios haces tu aquí?.

- Contéstame tu primero. ¿Qué pretendes largándote así, sin mas?.

- Yo no me largo de nadie. Me has dado un susto de muerte, perdón, quiero decir, me has dado un buen susto, que leches.

- Quieres alejarte de mi, lo presiento. Has avisado a todos de tu viaje, menos a mi.

- Mira guapa, si no te he dicho nada es porque supongo que tu lees mis pensamientos y esto hace tiempo que lo tengo decidido. Por eso deberías también saber que no pretendo alejarme de nadie, solo de la ciudad, que necesito una tranquila temporada.

Paré el coche en el arcén y me noté aún temblando de pies a cabeza.

- Yo todo eso no lo se. Te leo el pensamiento, es verdad y se que presiento que tu pretendes alejarte de mi lado. Lo otro que dices no lo veo por ningún sitio.

- ¿No estarás perdiendo poderes?.

- No te rías. Mira, voy a decirte un secreto. Contigo hay veces en que no puedo leer tus pensamientos.

- ¿Qué me dices?, ¿Tu?.

- Si, hay ratos que te bloqueas pensando en algo y no puedo acceder a ti.

- ¿Pensando en que?.

- Eso no te lo voy a decir. No lo se, solo lo supongo. Además podrías utilizarlo en mi contra.

- No seas absurda. Entonces, ¿Es cierto que no sabías nada de este viaje?.

- Nada, en absoluto.

- ¿Y vienes hasta aquí?, ¿Y te presentas así, de golpe?.

- Yo estoy en todas partes a la vez.

- Estás loca. Escucha, puede que buscar la tranquilidad sea para mi alejarme de todo y de todos. Pero siempre os llevo en mi pensamiento allí donde vaya.

- Eso es mentira, solo piensas en...

- Vamos dímelo, ¿En qué pienso?.

- No, vamos a dejarlo así. Dejémoslo en un malentendido nuestro.

- Nada de malentendidos, chica.

Puse de nuevo el coche en marcha y durante un buen rato mantuvimos silencio. Verdaderamente me había enfadado y ella lo sabía. Así fuimos durante varios kilómetros.

- Nunca creí que pudieras hacerme una cosa así.

- Escucha preciosa, o te vas, o te quedas, o te pierdes de una vez. Yo quiero tan solo tranquilidad. ¿Me entiendes?. Tan solo pido eso.

- Pero piensas todo lo contrario a lo que me dices.

- ¡Mierda!, ¿Quieres dejar en paz ya este asunto?.

- ¿Quieres que me vaya?, ¿Verdaderamente quieres que yo me vaya?.

- Vaya, pues si. Vete a tu maldito trabajo y déjame a mi con el mío.

- ¿Ves?, ahora no te puedo leer el pensamiento, Theo. ¿En que estás pensando?.

- ¿Ahora?. Ahora estoy pensando en..., no, ahora soy yo el que no te lo digo.

- Dímelo, Theo me estás enfadando.

- Me da igual, yo creí que ya lo estábamos hace rato.

Y antes de que yo pudiese reaccionar, ella agarró el volante con una mano y tiró de él hacia la derecha, hacia el barranco. Lo último que pude ver era que todo el interior del coche daba vueltas y mas vueltas. Ella ya no estaba a mi lado y cuando llegué al fondo de la pendiente tampoco apareció por allí.

Poco después todo a mi alrededor había desparecido y un negro vacío inundaba mi campo de visión. Todo era absoluta oscuridad hasta el horizonte. Poco a poco todo empezó a clarearse con una mortecina luz, hasta quedar en una penumbra sobrenatural. Ante mi pude divisar un montículo de piedra y sobre el montículo una especie de silla o trono, también de piedra. Una conocida figura apareció por mi izquierda y deslizándose lentamente, mas que caminar, tomó asiento frente a mi en ese trono.

- ¿Dónde me has traído?.

- Theo, ahora vamos a hablar seriamente tu y yo, pero en mi terreno.

- Primero dime una cosa. ¿He sobrevivido al accidente?.

- Sobrevivirás, aún no te he querido hacer mucho mal. Mañana por la mañana te encontrarán y despertarás al atardecer en la cama de un hospital.

- Entonces, dame asiento y hablaremos cuanto quieras.

- No, te quedarás así. Ahora soy yo la que lleva la ventaja.

- Pero si siempre la llevas tu.

- No siempre. Acuérdate del taxista, o de nuestro pacto. Yo os di a escoger.

- Luego, eso, es una ventaja.

- Digamos que es un anticipo, nada mas.

- Habla pues, mujer, te escucho.

Calló durante unos instantes y me entretuve en observarla atentamente. Iba vestida tan solo con una túnica negra muy transparente y además evitaba mirarme a los ojos.

- Theo, lo que pasó entre nosotros no es normal.

- Pues según los libros de historia no es así.

- La historia miente. La historia la escribís los hombres a vuestra forma, no como sucede realmente.

- ¿Me quieres hacer creer que me concediste un privilegio único?.

- Así es. Créetelo.

- Y que me dices de Jesús, el taxista. ¿También te acostaste con él?.

- Con nadie.

- Entonces, ¿Cómo le convenciste?.

- Le traje aquí mismo.

- No me comentó nada de que le provocaras un accidente.

- No fue con el coche. Fuimos a tomar unas copas y bebió mas de la cuenta. Siempre creerá que fue un sueño de borrachera.

- Pero te cogió miedo.

- Tu también me tienes miedo.

- Al principio de conocerte me dijiste que como yo había habido otros.

- Exacto. Me salen muchos amantes siempre. Pero, créeme, solo a ti te hago caso.

- ¿Y por qué yo?.

- No lo se, tienes algo, no se. Debe ser que me hago vieja.

- Tu ya eres tan vieja como el mundo.

- Déjalo, me cogerás mas miedo.

- Pero, al menos yo se como combatirte.

- ¿Bromeas?, ¿Aquí y ahora?, ¿En mi terreno?.

- Aquí y ahora, bonita.

Y comencé a avanzar hacia ella. Noté como daba un respingo en su trono de piedra, me miraba a los ojos y juntaba nerviosa sus manos sobre su regazo.

- Theo, no lo hagas.

- ¿Ahora me tienes miedo tu a mi?.

- No lo hagas, por favor, no.

Llegué hasta ella y la acaricié el rostro con ambas manos. Cerró sus ojos, entreabrió sus labios y su hermoso pecho lo acercó hasta mi. Confieso que tuve que hacer un esfuerzo muy grande, pero logré dominarme.

- Tienes razón, aquí y ahora no. Otra vez será. Y en mi terreno, no en el tuyo.

- Miserable, te acordarás de ésta.


Y la vista se me nubló poco a poco.

domingo, 15 de febrero de 2009

LAS DIOSAS NO SABEN SONREIR (Capitulo XII - Su Trabajo)

Años después, pocos para mi gusto, las cosas de la vida parecían irme muy bien. Tuve la suerte de encontrar una buena Editorial que se hizo cargo de mi nuevo libro y volví otra vez a figurar en las listas de éxito, entre los cinco escritores mas leídos. La verdad es que todo el mérito era del taxista puesto que mi libro trataba de su Diario, o de la mayor parte de él que yo pude recordar, modificar y ponerle un final bonito.

A mi bella desconocida, ahora también conocida, tuve ocasión de encontrármela varias veces y en los sitios mas variopintos, cumpliendo con su trabajo, con ese trabajo suyo que muy poco la gustaba, pero que siempre tiene que cumplir. Y aún siento un no se qué cada vez que la veo, esa mezcla de amor por ella y ese miedo de ella. La única diferencia que la noté fue, a mi parecer, ese nuevo interés suyo por mí, por mis asuntos. Creo que los papeles se han invertido y últimamente es ella la que me busca y me desea. La última vez que la vi tuvimos una patética conversación.

- ¿Qué tal te va, Theo?.

- No me puedo quejar.

- ¿Aún no te vienes conmigo?.

- No lo se, cielo. Sigo indeciso.

- ¿Tanto tiempo indeciso?.

- Todo el tiempo que duren mis amigos.

- No te van a durar siempre.

- Espero que si, tengo mucha fe en ello.

- ¿Tu solo te mueves en base a tu fe?.

- Solo. Mira, sigo pensando que algo me falta aún por hacer y no se el qué.

- Ten cuidado, no me gustaría tener que venir a por ti sin que tu me hayas llamado.

- No te daré motivos, aunque me gusta verte de vez en cuando.

- Por mi, todas las veces que quieras. Me tengo ya que marchar, Theo. Cuídate.

- ¿No me das un beso?.

- Por supuesto que si.

Y es que no es fácil, para un hombre como yo, olvidar ese melocotón de mujer. En una ocasión fue ella la que me buscó a mi. Pero aún se lo estoy agradeciendo. Yo me había comprado un coche recientemente, harto de buscar siempre algún transporte público bajo la lluvia. Me lo compré un día lluvioso (en mi ciudad llueve mucho), lo vi al pasar por el concesionario y entré a protegerme de la lluvia. El amable vendedor me convenció y a los pocos días me entregaron el coche. Bueno, pues ya hacía otros pocos días mas que yo tenía el coche y con él entré, una noche, en un parking público. De pronto me sucedió como una especie de ramalazo por mi cabeza, una nueva idea fenomenal para escribir un nuevo libro. Busqué un sitio vacío, aparqué y me quedé al volante pensando y dejando volar mi imaginación. Pasado un buen rato llegó mi bella desconocida, abrió la portezuela del coche y se sentó a mi lado.

- Theo, ¿Tienes un rato para mí?.

- Pues claro, cielo.

- Escucha, quiero respetar nuestro pacto.

- ¿Y hay algún problema?.

- Que no me has llamado ahora, por eso estoy aquí. Apaga el motor de tu coche que te vas a asfixiar con los gases del escape.

- ¡Ah!, gracias. De verdad, no me había dado cuenta. Hace poco que lo tengo y aún no me acostumbro a él.

- Lo se.

- Y también sabes que no te he llamado.

- También lo se.

- A veces me gustaría que fueses una mortal.

- Déjalo así. Ahora he de irme. Hasta pronto.

Suena paradójico que ella precisamente quiera, se empeñe, en salvar mi vida. Pero la sigo teniendo miedo. Sobre todo desde que un día la vi como era su trabajo. Sucedió hará casi un año y ese capítulo nunca se me borrará de la mente. Yo salía de una tienda de papelería, de comprarme un paquete de folios para escribir y casi me tropecé con ella, que estaba apoyada en la pared, al lado de la tienda.

- ¡Hola!. Que sorpresa. ¿Qué haces tú por aquí?.

- Theo, márchate, te lo ruego.

- ¿Hoy no quieres hablar conmigo?.

- No es eso, de verdad. Por favor, márchate ahora mismo.

- ¿Qué te sucede?.

Pero antes de que ella me dijese nada lo pude ver con mis propios ojos. Un muchacho, casi un niño, bajaba por la calle montado en su bici, con demasiada velocidad. Una anciana se disponía a cruzar esa misma calle en ese momento y el muchacho no pudo esquivarla y la alcanzó de pleno. Ambos cayeron al suelo y rodaron juntos. Finalmente el chico acabó golpeándose la cabeza contra el duro bordillo de la acera. Corrí a ellos mientras observaba como el chico se convulsionaba unos instantes para quedarse rígido después. Cuando me acerqué, el muchacho había dejado de existir. Un montón de gente se acercó también y al levantar la vista y mirar ya no la vi a ella en el mismo sitio, ni entre la gente que allí se agolpaba.


Ella no podía haberse esfumado tan rápidamente. Corrí a la siguiente bocacalle y llegué justo a tiempo para verla doblar otra esquina y desaparecer de mi vista. Y juraría que era ella porque ya la conozco tan bien que podría diferenciarla entre un millón de mujeres. Pero dudé de ello porque me pareció que esa mujer llevaba a su lado a un muchacho, de la mano. Y al otro lado la acompañaba una anciana. Un terrible presentimiento me invadió y volví al lugar del accidente. Allí me enteré de que la anciana atropellada por la bicicleta también había fallecido. Y me entraron unos sudores fríos, la vista se me comenzó a nublar y tuve que sentarme en el bordillo de la acera. Cuando se me pasó el mareo y dejaron de zumbarme los oídos descubrí, de pié a mi lado, a un policía, libreta en mano, observándome para luego tomarme declaración. Se lo dije todo. Todo menos lo relativo a mi bella desconocida.

domingo, 8 de febrero de 2009

LAS DIOSAS NO SABEN SONREIR (Capitulo XI - La Decision)

Como siempre, cuando quiero que no me molesten, empezó a sonar el teléfono. Dudé bastante entre descolgarlo o ignorarlo. Al final me venció la curiosidad. Era mi bella desconocida.

- Sí, dígame.

- Theo, ¿Estás preparado?.

- Lo estoy.

- ¿Me amas?.

- Demasiado.

- ¿Voy a buscarte?.

- No, espera, mas tarde. Antes tengo que arreglar unas cosillas. Luego te esperaré en la Iglesia que ya conoces.

- De acuerdo. Te concedo unas horas más para que te lo pienses.

- No hay nada que pensar sino que hacer.

- De todas formas piénsatelo, te doy el privilegio de arrepentirte, hasta el último segundo.

- Gracias.

Una vez que ella colgó, yo marqué un número conocido. Pregunté por mi Editor. Su secretaria me mandó a la mierda, de parte de él. Eso si, muy respetuosamente, que para eso tenía la moza todo un curso hecho de relaciones sociales. Marqué otro número y al otro lado me dio línea ocupada. Era el de mi hija. Seguramente estará hablando con alguna de sus amigas. Volví a marcar otro y en este si me contestaron.

- ¿Si?.

- Hola, cielo.

- Theo, tengo que verte, ahora. Yo sé, bueno, me imagino, lo que estás tramando y no me gusta nada.

- Verás, Angélica, hay cosas que deben estar predestinadas, suceden y no gustan a veces, pero, no las podemos cambiar.

- Dentro de un rato paso a buscarte.

- No estoy en casa.

- No tardaré nada, tengo mi coche a la puerta de mi casa.

- Cuando llegues ya no estaré.

- Voy para allá. Hasta luego.

Y colgó. Calculé que aún podía concederme unos minutos y volví a marcar otro número.

- Taxi-Servicios. Dígame.

- ¿Puede pasarle un aviso a uno de los taxistas?. Se llama Jesús y es joven.

- ¿Jesús?, si, digo... no. Ese coche descansa hoy precisamente.

- Entonces, por favor, deme su teléfono de casa.

- Lo siento, no nos está permitido.

- Gracias de todos modos.

Hoy no es mi día de teléfonos. He perdido ya más tiempo de lo que calculé y Angélica estará al llegar. He de darme prisa. Me asomo a la ventana y la temperatura exterior está bastante fresca. Decidí ponerme una de mis cazadoras y me precipité escaleras abajo, sin esperarme al ascensor. Al llegar a la calle me camuflé entre la gente, recorrí varias manzanas de casas y llegué a la Iglesia.

Al entrar en su interior todo ya me resultaba muy familiar. Me acomodo en el primer banco, delante mismo de la imagen y me siento a esperar, a meditar, a terminar. Nuevamente miré a los ojos de la imagen, pero hoy allí no había nadie, era tan solo una figura en la penumbra del templo. Para las horas que son que poca luz penetra desde el exterior. Comencé a darle vueltas a todo este asunto. Jesús se había vuelto atrás y decidió olvidarla. Mis ánimos no iban por ese camino. ¿Qué nos dijo él en el Bar?. Si, que él aún tenía unos ideales y unas metas a largo plazo y que este asunto nunca se lo había planteado ni de remota casualidad. Creo que Angélica entonces le dijo que a lo suyo se le llamaba esperanza y no lo confundiese con ideales y metas. Que gran amiga esta Angélica. Y Marta, con su velada amistad. Parece como si ahora a todos les diese por practicar la amistad. La verdad es que la mayoría de las veces no nos parece que alguien la practique. Y en cambio, ahí está, latente unas veces, agazapada otras, derramada las menos. ¿Y mi hija?, ¿Cariño, amistad, amor filial?.

A partir de aquí sucumbí en profundos pensamientos filosóficos. Primero situé el valor amor y luego el valor amistad. Amor a la izquierda y amistad a la derecha. Con ello conseguí dos listas y a cada una le apliqué otros valores para ver hacia donde se inclinaba la estadística de la balanza. Iba perdiendo la lista del amor con partes tan negativas como celos, abandono, hastío, conformismo, contrato de por vida, sexualidad fingida, sociedad de consumo, traiciones, engaños. Y en la lista de la amistad me desdoblé en dos caminos: sincera e interesada. Adonde la sinceridad perdía puntos de forma alarmante. Pero en mi caso concreto, en mi vida, la amistad sincera me sobrepasó el listón de puntos y se colocó en cabeza de lista. Por supuesto el amor ni siquiera pudo entrar en la lista al acumular tantos negativos.

Bueno, yo tengo un trasero, como todo el mundo. Y ahí me han dado todos su puntapié. ¿Qué pasaría si yo ahora me pongo mis botas nuevas con punteras y me lío a dar patadas?. Pensé en nuevos proyectos de libros. A partir de ahora podría escribir buenos libros color-de-rosa, pero en base a la amistad sincera. Y dejaría que otros escribiesen libros de ciencia-ficción en base de amor. Al final resulta que voy darle la razón a mi editor. Pero por culpa de las experiencias adquiridas en mi propia carne. En clave de amor, si un día no estás cariñosos, “es que ya no me quieres”. En amistad, en el mismo caso, te cogen de la mano y te dan un abrazo. En amor, si estás triste, se enfadan contigo. En amistad, te cuentan un chiste.

Y yo aquí, como un tonto, esperando a mi Diosa, por amor. ¿seré más feliz con ella?. Posiblemente no. Entonces es que también me atrae su cuerpo, si, pero no es el único melocotón del mundo. Levanté la vista y volví a mirar la imagen, esta vez de nuevo con vida en sus ojos. La pregunté si ella, antes de imagen, qué había sido más, si melocotón o amiga. Y sus ojos sonrieron. Y me hicieron sonreír. Acababa de ganarme otra velada amistad.

De repente un ruido procedente del portón de entrada y un ligero tintineo de la luz de las velas me dieron a entender que ella había llegado ya a buscarme. Esperé un tiempo sin volverme, pero ella no dijo nada. Después de bastante rato ambos seguíamos en la misma posición, sin dirigirnos ni una palabra, ni una mirada. A juzgar por el cosquilleo que yo sentía en la nuca, supuse que ella tenía sus ojos clavados en mí, esperándome. Pero yo ahora, precisamente, no tenía prisa alguna.

Es curioso, además ahora ya ni me acordaba de su rostro tantas veces soñado, ni de su cuerpo, a pesar de haberla tenido, horas antes, entre mis brazos. Mi mente seguía llena de rostros mas familiares, mas conocidos, sin cuerpos, solo rostros, pero rostros queridos al fin y al cabo. La imagen seguía regalándome sonrisas con su mirada, sin importarla si yo se las devolvía. Me pasaba igual que una vez, recordando de cuando yo era pequeño. Había un mendigo en la calle al que le faltaban las dos piernas y tenía delante de sí, extendido sobre los baldosines de la acera, un pañuelo mugriento donde iba poniendo las monedas que le daban los caritativos transeúntes. Yo iba camino del Kiosco con mi moneda de Peseta en la mano y me relamía de gusto de solo pensar en la barra de regaliz que iba a comprarme. Al pasar junto al mendigo me paré en seco. Nunca había visto que un señor pudiese vivir sin las dos piernas. El me miró a mi altura, porque no levantaba más del suelo, y entonces yo alargué la mano y le di mi Peseta. Luego marché a mi casa sin acordarme ya para nada de la barra de regaliz. Lo que yo tardé, varios años después, en comprender, era, el por qué, mientras a mi se me escapaba una lágrima de pena al darle la Peseta, el mendigo me sonreía con su imperturbable rostro de felicidad. ¿No debía ser al revés?, él debía llorar su desgracia y yo reír mi suerte. Y tardé mucho en comprenderlo, mucho.

La luz del templo comenzaba ya a palidecer aún más y calculé que debían de haber pasado ya muchas horas. Me dolía el trasero por culpa del duro banco de madera y los ojos de no apartarlos de la imagen. Al rato, con un familiar eco de bisagras oxidadas, el viejo cura salió de su sacristía. Hizo una reverencia al cruzar entre la imagen y yo, me miró y siguió caminando hasta la entrada del templo. Le oí hablar con ella en voz muy queda, como creo que solo saben hablar los curas. Pero la voz femenina que le contestaba también era inaudible.

Al rato, el viejo cura se acercó a mi y bajando mucho la voz me susurró al oído.

- Al lado de la puerta hay una señorita que pregunta por ti, hijo.

- Ya lo sé.

- Quiere saber si vas a tardar mucho.

- ¿Tiene mucha prisa?.

- Sí que debe tenerla.

- ¿Usted también sabe quién es ella?.

- Así es.

- Mire padre, por favor, dígala que yo no estoy ya tan seguro de acompañarla. Que aún la quiero, pero puedo tardar horas o incluso años en decidirme. Dígala que cuando eso suceda yo mismo la llamaré a mí.

- Así lo haré, hijo.

- Gracias.

- Es tu voluntad.

Nuevamente el viejo cura regresó a la entrada y volví a oír los susurros. Al instante noté cómo una especie de cálido beso en mi nuca y acto seguido el ruido del portón al cerrarse. El sacerdote regresó a su sacristía envuelto en su familiar eco de bisagras, no sin antes detenerse un rato a mi lado.

- La señorita no ha dejado dicho nada, pero se ha ido llorando.

Asentí con la cabeza como dándome por enterado de su observación. Y decidí quedarme un rato más. Había llegado a gustarme, desde el primer día, este rincón de la ciudad. Cada persona seguro que necesitamos alguna vez en la vida un rincón así de agradable y apacible. Pero terminé por levantarme y enfrentarme a la cotidiana ciudad.

Me pasé un buen rato caminando por las calles, abstraído aún en mis pensamientos. De una cosa ya estaba seguro, volvería a escribir, con más fuerza. Si conseguía recordarlo, podría comenzar con el famoso Diario que rompí, del taxista, que además ya tenía un final bonito y muy apropiado. En él yo quería resaltar palabra por palabra el triunfo de la amistad-velada-o-sincera sobre el amor-color-de-rosa. Y si no se contentaba mi Editor, pues me buscaría otro al que romper algún día su nariz.

Seguí caminando y al llegar a mi calle divisé a Angélica montada en su coche. Ella también me vio, bajó del auto y cerró las puertas. Cuando llegué a su altura me miraba sonriente y yo la devolví un gesto de resignación. Pero nunca, nunca, me llegó a preguntar nada de lo sucedido, cosa que yo la he agradecido siempre. Seguí mi camino y ella se me unió, a la par, a mi lado.

- Theo, me debes un café. La última vez te invité yo.

- A eso vamos, Angélica, a eso vamos. Aquí cerca, donde siempre.

Sonreí y la miré de reojo y ella seguía mirándome y sonriendo. Y me di cuenta de que me gustaban mas ese tipo de sonrisas que las de las Diosas. Porque, en confianza, las Diosas no saben sonreír.

Fin de la Primera Parte.
Mayo de 1990

domingo, 1 de febrero de 2009

LAS DIOSAS NO SABEN SONREIR (Capitulo X - La Noche)

Esa noche no me divertía y Marta tampoco. La noté aliada, indirectamente, de Angélica, de Jesús, de todos los que parecía que se habían puesto de acuerdo en ese día para ponerme los pies en tierra. Es la famosa solidaridad común de diversas personas, desconocidas entre sí, ante un problema o causa concreta de alguien conocido. Marta y yo nos dedicamos luego a contemplar los rostros de las personas que nos rodeaban, la mayor parte de ellos ya con el límite etílico en los ojos y en sus gestos. Coincidimos en la opinión de cuán ridícula es la gente y que es lo que harían si se vieran, ellos mismos, seriamente, así de ridículos. Ella también me dejó caer, durante la espaciada conversación, que posiblemente yo fuese haciendo el ridículo cuando estaba junto a mi Diosa.

- ¿Cómo se llama ella?.

- No lo sé, no debe tener un nombre. Pero creo que se la llama de diversas formas en diversos sitios.

- Eso es que tú ya sabes mucho sobre ella.

- Demasiado. También sé de ella lo que no debería saber nunca.

- ¿Es algo malo?.

- Si Marta, si. Es algo demasiado horrible para todos.

- ¿Quieres contármelo?.

- No, aquí y ahora no. Tu procura divertirte lo que puedas. ¿Ves?, hoy no es mi noche. Sales conmigo y no te diviertes. Y mañana yo me lo voy a jugar a una sola carta.

- ¿Qué es lo que te vas a jugar?.

- Mañana cambiaré mi vida por su amor. Lo tengo ya decidido.

- ¿No suena eso muy trágico?. Theo, de verdad que me estás asustando.

Recogí mi cubata y me fui hasta la pista de baile. Me encontré con muchos conocidos y conocidas. A todos fui saludando con gestos impersonales, vacíos. Una admiradora mía, después de plantarme dos besos con carmín, me pidió uno de mis libros dedicado. El alcohol me empezaba a hacer efecto y yo la decía que si a todo. Luego, avanzando desde un rincón de la sala, se me acercó, sonriendo, mira tú por donde, la conocida figura de mi Editor. Creo que él venía de buenas intenciones.

- Theo, muchacho, que pocas veces se te ve de juerga.

Por toda contestación mía, concentré mis fuerzas y lancé mi puño directamente a su nariz, se la rompí limpiamente, me salpicó de su sangre y empezó a tambalearse y girar como una peonza. Cayó a continuación, cuan largo era, en medio de la pista, entre la multitud. Rápidamente me sujetaron por todas partes y en un segundo, el guarda de seguridad de la Discoteca, me acompañó duramente hasta la salida, me puso de patitas en la calle con un empujón y se quedó tan tranquilo de la facilidad con que yo me había dejado, sin darle complicaciones serias. Tras nosotros salió Marta, por su propio pié. Vio que yo me había sentado en el bordillo de la acera e hizo lo mismo, a mi lado.

- ¿A que no te encuentras mucho mejor?. ¿Por qué lo hiciste?.

- Es otra idiotez mía, otra más para añadir a mi ya larga lista. Lo siento, he hecho el ridículo entre mis conocidos y lo peor, que a ti te he dejado en ridículo también.

- Vámonos a casa.

Nos levantamos lentamente y nos fuimos caminando despacio. Durante el trayecto hasta casa no nos dirigimos ni una palabra y ambos nos fuimos dedicando a beber la noche y a respirar el silencio de la ciudad y sus vacías, tranquilas y descontaminadas calles. Deberíamos vivir siempre de noche y dormir de día. Aunque, si todo el mundo lo hiciese, se llenarían también las oscuras calles de vida y todos añoraríamos nuevamente el día.

Llegando al portal de nuestra casa, Marta quiso poner una nota de humor para acabar bien la velada de esta maltrecha noche.

- Theo, ¿Te das cuenta de que eres el primer hombre que subo a dormir a mi casa?.

- Bueno, si, pero si abro con mis llaves, entonces seré yo quien te suba a dormir a mi casa.

Entramos al hogar y los demás dormían profundamente. Casi parecía un sacrilegio encender las luces. Cada cual nos fuimos a nuestras habitaciones.

- Buenas noches. Y descansa que te hace falta.

- Tú también, Marta. ¡Ah!, oye... Y gracias por todo.

- Idiota, no entiendes nunca nada.

Y desapareció en su cuarto. Antes de entrar yo en el mío eché un vistazo a mis recados del tablón de anuncios, arranqué todos, los hice una bola y los tiré a la papelera, sin apenas leerlos. Después entré en mi habitación, mi celda como suelo llamarla, y me tumbé vestido sobre mi cama. Me quedé dormido al instante y tuve unos misteriosos sueños, rozando las pesadillas, tenebrosos. Soñé con mi bella desconocida, con Jesús el taxista, con Marta, con Angélica, con mi hija. Íbamos en un extraño avión que yo pilotaba y en el cual todos iban de pasajeros involuntarios. Y el avión comenzó a caer, a caer y todos imaginaban lo que se les avecinaba y cundió el pánico. Yo, por mi parte, trataba de calmarles a todos. Tranquilos, tranquilos, no pasa nada, vamos a caer blandamente sobre el agua y este aparato flota. Que cantidad de tonterías se sueña.


Como casi nunca despierto tranquilamente de mis sueñecitos, un fuerte sobresalto me disparó fuera de la cama y aterricé, pero yo solito, sin los demás pasajeros, en el duro suelo de mi habitación. Me incorporé como pude y comprobé que ya era completamente de día. A lo mejor me pongo un cinturón de seguridad en mi cama para poder dormir a gusto. Para colmo de todo descubrí que no había cambiado las sábanas del día anterior, cuando ella estuvo conmigo. Y el mágico olor de ella impregnaba todo, absolutamente todo, trayéndome a cada instante recuerdos y sensaciones, hasta embotarme los sentidos. Mi Diosa, mi tenebrosa amiga, la única que podía perderme. Y lo estaba haciendo. Miré el reloj. Era ya tarde pero, sentí como si no tuviese prisa alguna. Las próximas horas las dedicaría a hacer algunas llamadas de despedida y a dejar todo en regla. Después me iría a esa Iglesia donde, seguramente, me sería mas fácil encontrarme si ella me buscara.

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