domingo, 5 de abril de 2009

MUJER LICOR DE ALGODON

No me atrevo a hablar porque no se me quiebren las palabras. Y cuando hablo, caen con pesadez de piedra y no llegan a oídos de nadie. Muchas caras a mi alrededor, todas con ojeras. Y mucho frío en mi mano que agarra con torpeza un vaso, largo con bebida y hielo. Mis ojos están semicerrados y mis pies queriendo soportar mi precario equilibrio. Sí señor, buena borrachera acabo de agarrar. La música, alta de volumen, golpea mi cerebro y se incrusta en cada poro de mi piel con monótono compás, indescifrable. Frente a mí una amiga acompañante que, mismamente padece mis efectos, observa su vaso y duda si acabar por hoy o pedir otro vaso. La noche aún es joven, pero a este paso la estamos matando.

Contemplo anonadado que me falta el reloj de pulsera en mi muñeca derecha. Pero aparece, intacto, en mi muñeca izquierda. Pensándolo bien, siempre lo he llevado puesto en la izquierda. Al rato mi amiga ha desaparecido de mi vista. Se habrá ido a los baños, sin avisarme, o quizás ha visto a alguien conocido, al otro lado de la sala, para ir a saludarlo. Ahora, si me muevo de mi sitio, nos perderemos mutuamente entre la multitud. Y solo nos encontraremos al cierre del local, cuando quede vacío. Mejor me quedo quieto.

Miro sin ver. No reconozco a nadie. Y estoy tan cansado. Busco por mis bolsillos un cigarrillo o algo que se pueda fumar. No encuentro nada y al rato descubro que tengo la cajetilla y el encendedor frente a mí, sobre la barra. Pero veo dos cajetillas y dos encendedores. Bueno, no veo doble. Una cajetilla es de mi amiga… que susto. La luz del local me parece cada vez más tenue y no es por mis ojos semicerrados. Frente a mí vuelvo a descubrir el rostro de mi amiga que está ya de vuelta y me mira con atención, para cerciorarse que soy yo y no un desconocido en el mismo sitio. Apura su vaso, contempla el mío y opta por pedir otras dos consumiciones.

Como ambos vivimos cerca no creo que nos perdamos de vuelta a casa. Acepto la oferta, apuro mi vaso y agarro el nuevo, que viene aún más frío. Además la regalo una sonrisa que, en mi estado de embriaguez, no me puede salir con más cara de imbécil. Pero no nos decimos palabra alguna y seguimos bebiendo juntos, pero ausentes de los demás. De vez en cuando nos contemplamos mutuamente, como si nunca nos hubiésemos visto. La luz ya es apenas perceptible. ¿Qué hora debe ser?. No puedo ver la hora en mi reloj. Pero debe ser ya tarde porque a mi amiga se le pone cara de sueño. Y cuando se le pone cara de sueño se vuelve rostro infantil, como pidiendo un peluche para dormir. Finalmente determinamos el no apurar los vasos de licor y nos salimos fuera del local.

Afuera aún reina la negra y sensual noche. La ciudad dormida, los coches dormidos, nosotros dormidos despiertos. Ella busca su coche. Y está casi a la puerta del local, pero ambos no estamos en condiciones de conducirlo. Mejor lo quedamos quieto en su sitio. Juntos nos vamos caminando a casa, disfrutando de la cálida noche serena, oyendo el silencioso eco de nuestros pasos. Si el ser humano cuenta, como tiempo transcurrido, tanto los días como las noches, ¿Por qué no vivirlas también despierto?. Los dos vivimos cerca y no nos cuesta trabajo el llegar a casa. Llegamos, nos despedimos y quedamos para el día siguiente, por la mañana.

Despierto con profundas ojeras y fotofobia en los ojos. Hago lo imposible por arreglarme un poco y salir a la calle. Afuera la luz solar consigue herir mis ojos aún a través de los oscuros cristales de mis gafas de sol. Camino embotado, con la boca pastosa y un zumbido permanente que taladra mi oído izquierdo hasta la parte superior del cráneo. Quiero ir en autobús y consigo subirme en el que no quiero. Al final acabo por bajarme en la siguiente parada y orientándome, a duras penas, logro caminar en la dirección adecuada.

Tal y cómo quedé con ella llego a buscarla a donde trabaja. Pregunto por la Doctora y me llevan a una sala inmaculadamente verde. Al poco llega ella, me mira con gesto cansado y nos ponemos a comprobar unos trámites. Algunos de sus compañeros se acercan a nosotros, preguntan no se qué y se marchan satisfechos. Ella me recrimina para que me apee del tuteo y la dé el serio tratamiento de usted Doctora. Qué curioso; Alcohol, algodón y agua de día. Alcohol, licor y hielo de noche. Mujer licor de algodón. Luego me pregunta por su coche. No sé en qué parte de la ciudad se quedó. Me marcho luego de convenir con ella en buscarlo por la noche. Retorno mis ojos de los artificiales fluorescentes a la natural claridad del sol y camino rumbo a mis otros quehaceres.

Llegado el atardecer, en casa, preparo mi cama y duermo una profunda y reparadora siesta. Sueño con luces, vasos y música. Luego con vidrios verdes inmaculados y coches verdes. Aún más, con luces de doctoras y clínicos termómetros de hielo en largos vasos con licor de algodón, vidriosos ojos de mujer sensual y con boquita infantil pecadora. Después, una música con partitura de timbre despertador, me saca de mis sueños y me devuelve, aturdido, al mundo de los ojos abiertos. Consigo mirar el reloj y parar su estruendo, levantarme y apagar mi estruendo, arreglarme en grato silencio y esperar la hora de la cita. Mientras, busco algo comible en el frigorífico para desentumecer mandíbula y acallar mi quejumbroso estómago vacío.

Unas horas después el reloj me marca la hora de Cenicienta y yo salgo a la calle. Me han devuelto la noche pero a mis ojos no se lo he dicho y se empeñan en conseguir ver con nitidez más allá del metro de distancia. Entro en un bar y me aparco en un taburete alto y con forma de as de copas. Al momento llega mi amiga Doctora usted, que sigue sin encontrar su coche. Nos tomamos juntos algo con graduación alcohólica nada alarmante y procuramos acordarnos del local aquel, el de la noche anterior, si, ese de la tenue luz… ¿Cómo se llamaba?... ¿Ah!, pero… ¿Era música aquello que sonaba de fondo?... qué bueno, entonces no era mi cabeza dando alaridos.

Ambos coincidimos en que aquel local debía ser una discoteca. Pero según este sabiondo camarero, existen muchas en esta ciudad. Tendremos que unir fuerzas y empezar a buscar. Si encontramos el local, encontramos tu coche. Y volvimos a la calle, juntos, a patrullar la ciudad prohibida, mi amiga y yo. Dentro de ese bar nos dejamos olvidado el antifaz de la Doctora usted y la mayor parte del cansancio diurno. Acometimos nuestra tarea, pero el resultado no era el deseado y el coche seguía sin aparecer. Luego decidimos hacerlo al revés. Empezaríamos a buscar el coche y así encontraríamos el local discoteca. Pero no contábamos con la ocurrencia del ciudadano que, parecía, solo compraba coches de esa marca nacional y además, de ese mismo modelo. Así, descubrimos toda la gama de colores utilizados en su fabricación.

Más tarde comenzamos a intentar recordar las calles. Pero los únicos en saberlas debían ser nuestros pies y se nos negaban a decirlas. Por lo visto, el alcohol de esa noche nos había lavado el disco de memoria de nuestro cerebro. Y eso si no nos habíamos olvidado, también, de conectar ese disco. Con todos estos cortocircuitos cerebrales, volvimos nuestros pasos, justo hasta el bar del comienzo de nuestras pesquisas. Las horas habían ido avanzando y la noche ya no era tan joven y nos alcanzaba en madurez. El mismo sabiondo camarero nos dio la solución: A mayor graduación alcohólica podríamos revelar nuestra imagen en negativo de la noche anterior. Ni cortos ni perezosos nos pedimos unos vasos largos, con mas licor que hielo, por aquello de recuperar las horas perdidas hasta entonces. El resultado fue asombroso y al volver a poner nuestros pies en la calle, estos, se nos pusieron en marcha, robaron la iniciativa al cerebro y en pocos minutos, en una de las cercanas calles, apareció el local discoteca famoso. Y luego apareció su coche, al lado de la puerta del local, en esa maldita calle que nos faltaba por mirar. Por supuesto, nos metimos en el dichoso local discoteca para celebrarlo.

Al entrar parecía que lo hiciésemos en nuestro propio hogar. De entrada nos saluda el camarero como si nos conociese de toda la vida. Luego nos sirve, sin pedírselas, nuestras bebidas favoritas y en los ya familiares vasos largos y fríos. Así pues, mi amiga y yo coincidimos de pensar en que debía ser nuestro lugar nocturno habitual, sin nosotros saberlo. Entre trago y trago comenzamos a recordar el por qué no recordábamos. Debía ser que siempre acabamos en este local, cuando, en las noches, locas por lo general, ya se nos había lavado la memoria de nuestro cerebro. Seguimos hablando y bebiendo. Y decidimos empezar a lavar.

Pero ésta noche lavamos poco y hablamos más de lo normal. Mis palabras aún no se han vuelto piedras y el rostro de ella aún no se ha vuelto infantil. Pedimos otra consumición y logramos reventar nuestras vidas. A ella no le gusta su trabajo y a mí tampoco el mío. No la gusta su coche y prefiere otro que no sea tan corriente y tan nacional. Ella quiere saber el secreto de vivir sin trabajar, vivir sin dormir, vivir viviendo. Y yo también quiero vivirlo hasta morir. Al final ambos nos ponemos un silencioso sello en nuestro pacto, apuramos los vasos y para ganar tiempo a la noche pedimos nueva consumición, esta vez sin el frío hielo, para que no desplace cantidad y mejore calidad.

Horas después, colofón de un espantoso silencio entre ambos, su cara infantil y mis piedras nos indican que debemos salir de allí. Damos el primer paso y luego los restantes y claro está, salimos a la calle. Vemos su coche entre tinieblas, nos miramos, nos reímos y arrancamos a andar por las mismas calles de todas nuestras noches. Total, el coche puede seguir donde está y quizás mañana lo encontremos a la luz del día. Y si no lo encontramos ya sabemos la fórmula nocturna de los objetos perdidos. Si, nosotros sí que somos unos perdidos. Pero nos gusta perdernos, perder todo, menos nuestras noches de perdición. Más tarde aún no lograba yo acordarme si sonaba el taladro de música en aquel local. Esta noche debimos matar la noche y su música. Si podemos, mañana matamos los vasos, el coche y quizás al camarero.

Por una vez, el camino a casa se nos hizo más corto, mas deliciosamente silencioso, mas secretamente cómplice. Quedamos en vernos al día siguiente, en la mañana, como siempre. Y nos fuimos a casa, no nos pillase el maligno amanecer que rompe todos los hechizos, deja al descubierto los verdaderos rostros nocturnos trasnochadores y llena el aire con perfume de hornos de pan caliente y frescos jabones de baño. También cierra los lechos de parejas juntas, que amanecen juntas, que también vivieron su noche, as u modo, con otra clase de pacto, unida desunión. Pero este amanecer mío, a golpe de despertador ruidoso, me trae, hoy, malos presagios. Me arreglo deprisa, agarro mi fotofobia, mis ojeras y mis oscuras gafas de sol y me marcho a donde ella trabaja. A la puerta de las verdes e inmaculadas salas me pongo en los labios el tratamiento de Doctora usted. Y me dicen que no está ella, que hoy no viene ella, que ya no trabaja aquí ella. Salgo a la calle, asalto un endiablado teléfono público que insiste en pedirme más dinero y marco las únicas cifras que soy capaz de recordar en estos momentos. La voz de la Doctora usted, al otro lado del hilo, me explica de no sé que carta recibida, de no sé que traslado con ascenso, de no sé que lejana ciudad que quizás figure en los mapas y de no sé que extraño adiós, hasta siempre o hasta nunca.

Esta tarde no pude dormir, no encontré sueño. Únicamente pude llenarme de soledad, de miedo a la próxima noche, de miedo a las siguientes noches, todas contra mi solo. Así, al llegar mi hora Cenicienta, asomé tímidamente a las nocturnas calles. Intenté tomar valor pidiendo algo fuerte en aquel bar del camarero sabiondo. Y casi lo consigo. Una joven ambulante me quiere vender una de las flores que ella lleva, se la compro y pido otro licor más fuerte. Cuando creo poder dejar mi timidez sobre el taburete as de copas, salgo a la calle de nuevo y me dejo llevar por mis pies y mi prelavado cerebro. En una tapia veo pegado un cartel alusivo a la peligrosidad del tabaco. Yo fumo, soy de la escuela de los fastuosos anuncios, años atrás, sobre las ventajas del fumar y su consumo ensoñador sobre motos o caballos. El cartel reza así: “No quemes tu vida, disfrútala”. Inmediatamente saco mi rotulador y añado “… fumándola con placer”. Y continúo mi camino. Tal y cómo intuí, luego de cruzar calles, encuentro nuestro local discoteca, de noches bellas. Pero su coche no está al lado de la puerta, su coche se lo ha llevado ella a esa extraña ciudad del mapa. Me acerco al pié de la acera y como fúnebre despedida beso la flor que dejo caer sobre el asfalto, que siempre sirvió de oscura mano acogedora de su coche nacional. Adiós, querida amiga.

Minutos después entro en la tenue luz del local y esta vez vuelvo a sentir la hiriente y ofensiva música que lo llena. Hoy no tengo ganas de matarla. El sonriente camarero ya no está tan sonriente y mi frío vaso ya no está tan frío. Luego de tres consumiciones demasiado seguidas yo he conseguido mi cara de imbécil y mis palabras pesadas como piedras. He conseguido lavar con alcohol mi disco cerebral, pero no he visto aun ningún rostro con sueño infantil frente a mí. Y los que veo por aquí, que parecen infantiles, no me gustan. Abandono el local mucho antes de nuestra hora habitual. La flor sigue sobre el asfalto y no vislumbro su mágico hechizo puesto que tu coche sigue sin estar ahí. Enfundo las manos en mis bolsillos y recorro calles y mas calles vacías, negras de noche, ausentes de pasos junto a mí. Me espera un duro amanecer y lo peor es que lo presiento. Pero miro al cielo estrellado y comprendo que no voy a poder detener la bóveda celeste en su loca carrera diaria. Hasta la diosa Luna, hoy, se me ha negado a dejarse ver por un mortal. Si, las noches me van a resultar más noches a partir de hoy, más largas, mas altas damas de inaccesible placer. Si no logro sobrevivir arrojadme sobre mi flor de asfalto, así la guardaré el sitio a su nacional y me llevaré a esa tumba nuestro secreto de la fórmula del licor de algodón.

Años más tarde, cientos de noches después, he vuelto, como cada día de mi supervivencia, a mi taburete as de copas, en ese bar. El sabiondo camarero me da la buena noticia, mi amiga Doctora usted está al final de la barra. Corro a tu encuentro y me encuentro que no estás sola. Me presentas a tu apuesto marido, un Doctor usted. Estás más guapa, te sienta bien tu nueva sonrisa feliz de aquella lejana ciudad. Aquí mi marido, aquí un amigo perdido. Saludo, me cuentas tu vida, te cuento mi vida, la flor de asfalto y aquél famoso y frío licor de nuestro pacto. Risas, besos y abrazos entre copa y copa. Tu marido también bebe. Me despido, mañana, pasado mañana, otro día quizás nos vemos. Subo a mi casa y me apetece romper la noche. Y la rompo. Hoy no tengo hora Cenicienta, he parado el reloj. Mis sábanas se extrañan al envolverme en hora nada habitual. Y suena el teléfono. Dudo de contestar o taparme con la almohada y finalmente contesto, por aquello de las llamadas de emergencia. Y de una emergencia se trata, eres tú, acabas de dejar a tu marido sobre el as de copas, con la Doctora usted en su bolsillo. Dices que has dejado a tu querido nacional sobre la flor de asfalto, quieres que vaya contigo a buscarlo. Que quieres poner cara de sueño infantil ante mi imbécil rostro de palabras de piedra. Que quieres volver a vivir, sentirte de nuevo mujer licor de algodón.

Junio de 1990.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Un licor excelente.

abril dijo...

Muy buen cuento. La verdad es que me encantó. Leí más arriba que tirabas las cosas que escribías, no se si lo seguirás haciendo pero escribis tan lindo que sería una pena que así fuera. No borres tu memoria. Actualmente estoy realizando el estudio de fotografia en Madrid y este cuento me despertó, activó mi capacidad de fotografiar momentos, lugares y acciones que vos pusiste en este hermoso escrito. Gracias por despertar en mi aquello que amo. Hasta pronto.

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