El pequeño Adrián miraba asustado el desastre que estaba a punto de suceder. Ante sus ojos y en un solo segundo vio cómo su pelota rebotaba en la pared del salón y enfilaba, con velocidad asombrosa, hacia el jarrón que su madre tenía puesto sobre la mesita pequeña, al lado del televisor. Por un momento, Adrián creyó que la pelota se iba a cargar el televisor, pero era una ilusión de sus ojos y la pelota continuaba su vuelo amenazante y en línea recta hasta el jarrón. Adrián pensaba que, a lo mejor, podía darle tiempo a correr y detener el chupinazo, pero nadie es más rápido que un chupinazo bien dado. También podía suceder que la pelota se desviase un poquito más y pegase en el marco de la puerta del pasillo, que hacía las veces de portería de fútbol. Pero la pelota no se desviaba ni un pelo. Y Adrián primero vio, casi a cámara lenta, el choque y luego vio explotar el jarrón y al ratito oyó el violento ruido. Un ruido como el que produce un jarrón al explotar de un pelotazo. Y luego un silencio, nada más. Bueno, si, vio todo ese rincón del salón lleno de pedacitos pequeñísimos del jarrón. Así visto, en trocitos, podía ser cualquier cosa desde un jarrón hasta un plato o un cenicero. Pero él sabía que antes de los cachitos había sido un jarrón.
Adrián se quedó sin respiración. A lo mejor mamá no lo ha oído porque está muy ocupada haciendo la cena. Escuchó un ratito y luego otro ratito más y se dio cuenta, todo decidido de que su madre no había oído el ruido. Mamá dice que Adrián es un niño ya mayorcito pues tiene seis años y ya le deja jugar solo sin preocuparse tanto por él. Adrián piensa que la última vez que su madre se preocupó por él fue hace mucho rato para preguntarle si ya había hecho sus deberes del colegio. Y que la próxima vez que la vea preocupada será cuando le pregunte si se ha lavado las manos antes de cenar. Y después cuando le pregunte si se ha comido toda la cena. Y después si se ha cepillado los dientes. Y después si ya se ha quitado la ropa y ya está metido en la cama.
Pero antes de esos después ha sucedido lo del chupinazo y mamá le preguntará qué ha sucedido. Y después le va a reñir mucho y le va a castigar. Y después vendrá papá, siempre enfadado y cansado de su trabajo, y mandará a Adrián a la cama sin cenar. Y después mañana no le darán la propina para comprar la golosina en el kiosko. Y con un poco más de mala suerte le darán unos azotes en sus posaderas.
Pero antes que esos otros después, Adrián tiene que pensar algo para que no le riñan. Muy pálido y lentamente Adrián se sentó en el sofá y empezó a pensar en una buena solución a su problema. Apenas le quedaba tiempo porque de un momento a otro su madre podía aparecer por el pasillo y ver el desastre y pegar un grito. Después de un ratito, Adrián tenía ya dos soluciones casi perfectas y solo faltaba el decidirse por una o por otra. La primera solución era echarle la culpa a alguien, que es lo más fácil. Pero en casa no tienen un perro, ni un gato. Bueno, si, él tiene en su habitación una tortuga, en su piscina para tortugas, y se llama Matilde. Pero Adrián no puede imaginarse a Matilde saliendo de su piscina, bajando por la librería donde tiene sus cuentos, hasta el suelo, cruzar su habitación y llegar al salón, subirse en la mesita y tirar el jarrón al suelo. ¿Y para qué iba a venir una tonta tortuga a la mesita del salón?. Podía ser para beber agua. ¡Ya está!, se puede poner un vaso de agua en la mesita y decir que ha sido Matilde quien ha roto el jarrón. Pero si ahora Adrián va a la cocina a por un vaso de agua, su madre le preguntará y puede descubrirle, porque las mamás son muy listas. Entonces Adrián tiene que pensar en alguien que no sea Matilde.
Tal vez su hermanito pequeño. ¡Claro!, ha sido su hermanito Oscar, que todavía es muy pequeño porque tiene dos añitos y casi no sabe hablar bien y no puede defenderse. Es muy fácil, la dice a su madre que Oscar ha salido de su parque de juegos y que se agarró, trasteando, a la mesita y ha tirado el jarrón al suelo. Entonces Adrián, todo contento, buscó con los ojos el parque donde mamá metía a Oscar, en un rinconcito del salón. De pronto, la sonrisa de Adrián se le quitó de la boca. El parque de Oscar estaba vacío y a su hermanito no lo veía por ningún sitio. Adrián se acercó silenciosamente y de puntillas a la puerta de la cocina. Sin atreverse a mirar dentro ya supo que Oscar estaba en brazos de su madre, comiendo. Era inconfundible el escándalo que preparaba el pequeño cerdito Oscar para comer. Adrián podía imaginarse a su hermanito intentando hablar y tragarse, al mismo tiempo, la papilla del día. El resultado siempre era el de medio plato en la barriga de Oscar y el resto de la papilla pintando mesa, sillas, paredes y suelos, los mofletes de Oscar y el vestido de mamá.
Adrián casi se echa a reír de solo pensarlo y su madre le hubiera descubierto espiando. No quedaba otro remedio, había que poner en marcha la segunda solución que él había pensado. Al instante se puso muy triste, pero debía ser todo un hombre y hacer frente a su destino. Lentamente, Adrián se encaminó a su dormitorio y con lágrimas en los ojos comenzó a vaciar algunos de sus cajones del armario de su ropa. Empezó a poner pantalones, camisas y calzones encima de la cama, buscó una bolsa de plástico y lo guardó todo en ella. Cada cosa que iba guardando se mojaba con una lágrima suya. La solución está tomada, pensó Adrián, y nada puede detenerme, es peor el castigo de mis padres que esto. Agarró la bolsa con las dos manos y dio un repaso al resto de su habitación, por si se dejaba algo de utilidad. Allí quedaban sus juguetes y su tortuga Matilde, que estaba escondida, dentro de su caparazón, para dormir. Soltó un ratito la bolsa y se limpió las lágrimas con la manga de su chaqueta, luego cogió el bote de comida para tortugas y la echó un pellizco en la piscina de Matilde. “Toma tortuga tonta”; dijo el niño… “Mañana cuando despiertes verás la comida, pero a mí ya no me verás nunca, porque me voy de casa”. Y Adrián se echó a llorar otra vez.
Si, era una dura solución, Adrián se marcharía de casa y se iría, completamente solo, a la calle. Una calle que estaba ya toda oscura por la negra noche. Una calle que a Adrián le daba mucho miedo. Pero él ya era todo un hombre y lo había dicho papá el otro día, delante de sus amigotes, unos señores que daban muchas voces y que vinieron a casa a ver un partido de fútbol en el televisor. De eso Adrián se acordaba muy bien, porque su padre le llamó “hombre” delante de ellos y porque Adrián quería ser un ratito niño, solo un ratito, para poder ver los dibujos animados en el mismo televisor. Al final Adrián tuvo que irse a jugar a su habitación, muy aburrido, porque su madre le dijo que él estaba estorbando a los mayores en el salón. Y papá no salió en defensa de Adrián porque estaba muy pendiente del televisor.
Adrián volvió a coger la bolsa con sus cosas y se acercó a la ventana, pensaba escaparse por ella. Tuvo que soltar de nuevo la bolsa para arrimar una silla a la ventana y subirse a ella para abrirla. Cuando lo consiguió y después de muchos esfuerzos, abrió la ventana y se quedó horrorizado. Resulta que Adrián no había calculado que vivían en un sexto piso. Solo cuando vio los coches pequeñitos abajo, en la calle, se dio cuenta de que la huida por la ventana era imposible. Adrián podría ser todo un hombre, pero tuvo miedo de caerse a la calle desde esa altura enorme y quedar abajo convertido en una tortilla. Luego la gente al pasar preguntarían: “¿Qué es esa tortilla del suelo?”… “Parece un niño”. Y otras personas dirían: “¡No!, no es un niño, será un vómito de algún borracho”. Y luego llegarían los basureros y le recogerían con una pala para echarle al camión de la basura. Y dentro de un camión de la basura huele muy mal. Adrián lo sabe porque ha visto pasar alguno por la calle y sueltan un olor apestoso.
Con cara de asco, Adrián cerró la ventana y se bajó de la silla. Debía pensar rápidamente por donde escaparse y sin que le viera nadie. Agarró de nuevo su bolsa y miró otra vez, la última, a Matilde y el resto de su habitación. Y otra vez se puso a llorar y empezó a odiar a la tortuga tonta por ser una odiosa tortuga y no un bonito gatito, así Adrián le hubiese echado la culpa al gatito de romper el jarrón y no tendría que irse de casa. Para su próximo cumpleaños les pediría a sus padres un gatito. Pero no habrá próximo cumpleaños para Adrián si se escapa de casa. Y el niño volvió a llorar y a pensar que, si él no estaba en casa, sus padres le regalarían el gatito a Oscar. Y Oscar es tan pequeño que bañaría al gatito en las papillas.
Otra vez la sonrisa y de nuevo las lágrimas. Adrián también quiere a su hermanito Oscar, aunque rompe todos los juguetes que le quita a Adrián, o se los babosea con la boca. Mamá dice que eso es porque a Oscar le están saliendo los dientes. Y Adrián piensa en la paciencia de su madre hasta que Oscar tenga dientes y deje de comer papillas y la preguntará si Adrián también fue pequeño y pintaba todo con papilla. Porque Adrián no se acuerda de cuando era así de pequeño y solo lo ha visto en las fotos que guarda mamá en su cajoncito. Y sobre todo, Adrián no recuerda si a él le cambiaban el culete, de pequeño, como a Oscar, que le pone su madre unos paquetes de plástico que se llaman pañales. Se los pone limpios a Oscar y cuando mamá se los va a quitar, Adrián y papá salen corriendo de la habitación de lo mal que huele. Una vez, estando su abuela de visita, Adrián recuerda que ella dijo: “¡Este Oscar comerá flores, pero caga pura mierda!”. Adrián reía de nuevo recordando aquello y volvió a llorar. Se limpió con la manga las lágrimas y empezó a notar que tenía mocos. Es natural, siempre que llora le vienen los mocos a la nariz. Y su madre, entonces, siempre le dice a Adrián: “¡No llores que te pones feo!”. Debe ser por los mocos, por eso si llora se pone feo.
Por fin decidió irse por la puerta de la calle, no quedaba otra salida. Otra vez cogió su bolsa y salió de su habitación, cruzó el salón y se asomó al pasillo. Tenía que andar muy silencioso para poder pasar por delante de la puerta de la cocina, hasta la puerta de la calle, sin ser visto por su madre. Adrián dio un paso silencioso, de puntillas, luego otro y otro. Ya estaba muy cerca de la cocina y luego cruzaría corriendo por delante y hasta la puerta de casa. De repente oyó un fuerte ruido de llaves intentando abrir la puerta de la calle y Adrián se dio cuenta de que era su padre que ya regresaba a casa. Y seguro que pillaba a Adrián en medio del pasillo y con la bolsa en sus manos. La puerta ya empezaba a abrirse y Adrián estaba frente a ella, aterrorizado y poniéndose enfermo a cada rato. Con un fuerte impulso, Adrián retrocedió rápidamente y corrió al salón a esconderse detrás del sofá. Por el camino perdió la bolsa pero no se entretuvo en recogerla y la dejó tirada. ¡Todo está perdido!, pensó Adrián, ahora sí que no puedo escaparme por ningún sitio y me castigarán mis padres por lo que he hecho. Y se puso a llorar, mucho, mucho, con todas sus fuerzas, oculto detrás del sofá, con la cabeza escondida entre sus mangas de la chaqueta que ya estaban todas mojadas y con bastantes mocos.
Y entonces apareció su padre en el salón y Adrián mirando hacia arriba le vio asomarse detrás del sofá, y le pareció más alto, más grande, más fuerte y amenazador, visto desde el suelo adonde estaba Adrián. Ahora sí que estaba todo perdido y mas que perdido, había sido descubierto. Para colmo, allí estaban las pruebas del delito, junto al sofá los trozos del jarrón esparcidos por el suelo, la pelota al lado de esos trozos, la bolsa con sus cosas en la mano de su padre y Adrián el culpable llorando escondido detrás del sofá. Toda una escena de una película de policías y ladrones. Pero Adrián ahora no podía jugar a ser el policía bueno, le acababan de pillar, como al ladrón malo, con las manos en la masa.
En esos momentos tan terribles, a Adrián solo se le ocurrió pensar que si se libraba de ésta le regalaría la pelota a su mejor amigo del colegio, David, que se la quería cambiar el mes pasado por un paquete de chicles. La tonta tortuga Matilde recibiría doble ración de comida y dejaría de odiarla por ser tortuga. Y prometía aguantar firme los cambios de pañales con caquitas de Oscar y jugar con él a la guerra de papillas. Y cambiaría de canal en la tele para ver el futbol, como los mayores, olvidando los dibujos animados. Y también estudiaría para ser un mago, cuando se hiciese mayor, y ordenaría a su varita mágica que hiciese aparecer otro jarrón nuevo, para mamá. Y además prometía no pedirles ya un gatito, a sus padres, para su próximo cumpleaños, porque los gatitos son muy juguetones, manchan mucho y rompen todos los jarrones que pillan. Adrián lo sabe porque su otra abuela tiene uno que es muy malo y cada vez que él va a visitarla, con Oscar y sus padres, el gatito se pone tan juguetón que le araña y luego quiere quitarle a Oscar su gorrito de lana para romperlo entre sus uñas. Y como mamá se enfada mucho y papá le persigue por toda la casa, el gato sale corriendo por encima de los muebles y por donde pilla algo que pueda tirar, pues lo tira y lo rompe.
Adrián volvió de sus pensamientos al notar la grandota figura de su padre que se acercaba para castigarle a él. Y también le llegaba su voz: “Mari, ven a ver qué le pasa a este niño”; dijo su padre… “¿Qué le pasa a Adrián?”; gritó su madre… “No lo sé Mari, está temblando y llorando con todas sus ganas aquí escondido”; dijo su padre. Su madre se acercó corriendo tras el sofá, agarró a Adrián por los brazos y después de levantarlo en alto lo abrazó con mucho mimo y ternura. “¿Pero qué le pasa a mi Adrián bonito?, ¿Te duele algo, cariño?”; dijo su madre. Adrián escondió su cabeza en el pecho de su madre y rompió a llorar con más fuerza y más temblores. “¡Mira lo que ha pasado aquí!”; dijo su padre… “Adrián ha roto este jarrón con la pelota”… “Le tengo dicho que no juegue en casa con esa maldita pelota, que un día va a romper el televisor”. “¡Mira, Mariano!”; dijo su madre… “No me riñas al niño por esa bobada, era un jarrón muy feo”… “¿No ves qué berrinche tiene el pobrecito?... “Seguro que ya está arrepentido de ello y llora porque nos tiene miedo por el castigo”. “¡Está bien!”; dijo su padre… “Muchos mimos es lo que le sobran a este niño”... “Mira, Adrián, no pasa nada, hijo, todo tiene remedio, cálmate, mamá y yo compraremos otro jarrón”. “Anda, toma”; dijo su madre… “Consuélale tú que eres su padre, hazle caso por una vez al día”... “Yo voy a la cocina que he dejado solo a Oscar y le puede pasar algo”.
Adrián pasó, en un momento, su cabeza desde el blandito pecho de su madre hasta el duro pecho de su padre. Su madre llegó corriendo a la cocina justo en el momento en que Oscar se encontró solo y se puso a llorar. Bueno, Adrián siempre dice que Oscar no llora, que Oscar berrea como una trompeta. Y así, Adrián se encontró algo más calmado en los brazos de su padre. ¿Cuánto hacía que su padre no le abrazaba?. Adrián no lo recordaba, quizás fue aquel día en que se cayó en el campo y se hizo un rasguño, pero no recordaba si su padre le abrazó.
Poco a poco, Adrián se fue calmando. “Mira Adrián”; dijo su padre… “Verás lo que hago”. Bajó al niño al suelo, recogió la pelota y se puso a botarla entre sus manazas. Estaba claro que su padre pretendía entretener a Adrián para ponerle contento y que se le pasara el lloriqueo. “¡Eh, Adrián!”; dijo su padre… “¿Te animas a dar conmigo unas pataditas?.. “Tú te pones allí de portero”. Adrián empezó a animarse un poco más y comprendió que la bronca que esperaba ya no se la iban a dar. El niño se colocó delante de la puerta del pasillo, igual que un portero de fútbol delante de su portería. Su padre se fue con la pelota entre los pies al otro lado del salón y se dio media vuelta apuntando a la portería de Adrián. Su padre cogió un poco de fuerza y le dio un puntapié estupendo a la pelota, que, Adrián vio como salía disparada hacia donde él estaba de portero. Vio como la pelota se desviaba un pelo y estirándose mucho casi pudo Adrián pararla. Pero no la paró, el niño no llegó a tiempo de detener esa pelota muy desviada y Adrián ya sabía por experiencia anterior que nadie es más rápido que un chupinazo bien dado.
Con un ruido muy gordo de cristales rotos, la pelota se metió contra el televisor y lo hizo puré de patatas. Adrián vio primero el choque y luego vio explotar el televisor, con un ruido como el que produce un televisor al explotar de un pelotazo. Adrián se quedó paralizado, con la boca abierta, viendo salir tiritas de humo de dentro del televisor. Su padre se echó las manos a la cabeza y empezó a decir un montón de palabrotas. Su madre llegó corriendo de la cocina, asustada, y traía a Oscar en brazos. “¿Pero que habéis hecho?”; dijo su madre… “Sois los dos igual de críos, tanto el padre como el hijo”… “y ahora ¿Qué vamos a hacer sin televisor?”. Adrián se quedó tranquilamente observando a su madre. Estaba claro que él no había sido y que toda la culpa era de su padre, así que, él era inocente esta vez. Adrián entonces contempló un instante a su hermanito Oscar que traía toda su carita pintada de papilla y se echó a reír. Adrián reía con todas sus fuerzas mientras su hermanito le observaba todo ceñudo. Sin parar de reír Adrián contempló a su padre que se había quedado con cara de tonto y entonces Adrián ya no pudo resistirse y se dejó caer al suelo, con tanta risa que ya le dolía el estómago. “No pasa nada, mamá”; dijo Adrián sin dejar de reír… “Creo que papá acaba de decidir que se va a comprar un gatito”. Y el padre miró extrañado a su hijo Adrián, que seguía en el suelo partiéndose de risa.
Abril de 1990